De acuerdo con los pensadores sobre cuya obra se cimienta nuestra teoría social, la vida en común no nació de un impulso altruista. Muy al contrario, el sometimiento a la regla colectiva, en la medida en que supuso en algún momento la renuncia al libre ejercicio de la propia voluntad, sólo pudo surgir de la esperanza interesada de obtener un beneficio a modo de compensación. Ese beneficio pudo ser el librarse de la amenaza que representaba la envidia unida a la fuerza ajena (versión pesimista) o el deseo de tomar parte en el fruto del esfuerzo mancomunado (versión optimista). En cualquier caso, en el pacto que diera origen a la sociedad la solidaridad estuvo ausente. No vivimos juntos para ayudar a nuestros semejantes (aunque un poderoso impulso natural, producto de la evolución, nos lleve con frecuencia a ello), sino porque los males y trabajos que nos sobrevendrían los estimamos superiores a los que podemos padecer por vivir juntos y los beneficios que pudiéramos conseguir los juzgamos inferiores a los que esperamos de la participación en el bien común.
La vida social no supone sólo el sacrificio de una parte de nuestra libertad, sino también la asunción de ciertas cargas sin la concurrencia de las cuales no sería alcanzable beneficio alguno para la colectividad. En las sociedades modernas, el impuesto es una de esas cargas que los ciudadanos aceptamos de mejor o peor grado a cambio de la prestación de servicios por parte de la organización social. Este “negocio”, como todo el mundo sabe, no puede entenderse como una transacción comercial ordinaria, no consiste en pagar por servicio recibido, sino que nace de la convicción de que, siendo irregulares las capacidades y las posibilidades de cada uno, deben serlo igualmente sus aportaciones al fondo común. El sistema impositivo no es una forma de regular la caridad, sino de atender a exigencias de justicia. El principio de igualdad de oportunidades –que ni la derecha neoliberal se atreve a discutir en Europa– consolida derechos, no fomenta actos de generosidad desprendida o altruista. Se trata de compensar las diferencias que la Naturaleza o la Historia han introducido entre las personas para que no se vean obligadas a competir en condiciones desiguales, cosa que juzgamos profundamente injusta. La satisfacción del derecho de todo ciudadano a circular libremente por las aceras de su municipio obliga a los ayuntamientos a hacer inversiones millonarias en obras de acondicionamiento que “sólo” benefician a aquellas pocas personas con un déficit severo de movilidad.
En mi Declaración de la Renta, mi aportación “solidaria” se reduce al 0,7% que puedo elegir destinar a obras de interés social. El resto de mi contribución no es solidaria sino necesaria. ¿Por qué, si los individuos no podemos elegir cuál va a ser nuestra aportación a la colectividad (sea en función de los servicios que creemos recibir o de los actos de solidaridad que nos autoimputemos), sí podrían hacerlo en cambio las Comunidades? ¿Qué pinta aquí la solidaridad? ¿Cómo ha podido colarse este concepto, que corresponde al campo de las virtudes morales, en el vocabulario técnico de la negociación del nuevo sistema de financiación autonómica? ¿Es fruto del puro buenismo o, por el contrario, como en tantos otros casos de manipulación interesada del lenguaje, trata de modificar nuestra percepción de la realidad a través del cambio en nuestros registros semánticos?
Por supuesto, son preguntas retóricas cuya respuesta es de todos conocida. Forma parte de la estrategia –que, para nuestra desgracia, está resultando vencedora– del nacionalismo, que consigue cada vez más forzar lenguaje y visión del mundo para hacer aparecer como dotadas dotar de carácter nacional a ciertas comunidades. Consolidado el concepto de comunidad nacional, nos encontramos ante sujetos metafísicos dotados de identidad y, por lo tanto, de voluntad y virtudes como cualquier individuo. Podemos considerarlos detentadores de derechos, susceptibles de ser explotados, víctimas de agravios sin cuento; podemos verlos como sujetos contribuyentes y estudiar sus balanzas fiscales y compararlas con las de otras entidades pseudoindividuales semejantesy permitirles discutir (¿por qué?) lo que se nos niega a los ciudadanos, los verdaderos entes, la potestad de administrar la contribución al erario público.
Una vez que instituimos el impuesto como acto de solidaridad en lugar de como un acto de justicia, siendo así que la solidaridad es una virtud que depende de la voluntad, habrá que admitir que los sujetos fiscales administren sus actos de caridad de acuerdo con su libre generosidad y albedrío. Tendrá entonces razón el profesor Terricabras, cuyo sesgo es mayor que el de la Torre de Pisa, cuando titula: Solidaridad como extorsión.
Llegados a este punto, auguro que se acaba el pacto social, volvemos a la guerra de todos contra todos. Abierta la veda, reclamo conocer mis balanzas fiscales, y reivindico mi derecho a reequilibrarlas según mi parecer. Si los servicios que recibo considero que no son los adecuados al dinero que invierto en ellos, exigiré su devolución o, mejor aun, me abstendré de pagarlos. Pero, sobre todo, quiero elegir sobre quién debe recaer mi solidaridad, es decir, quiero decidir qué salarios de altos cargos se van a engordar con mi contribución y cuáles no. Creo que en el futuro voy a poder disponer de una parte sensiblemente mayor de mi salario. A lo mejor, incluso consigo desacelerar algo la desaceleración económica.
Antonio Roig (3.06.2008)