“Desde los tiempos de Calderón, en España se ha practicado el malsano ejercicio de no entenderse”, escribe el director teatral Juan Carlos García de la Fuente, a propósito del debate sobre el Manifiesto por la lengua común que El Mundo ha organizado en sus páginas, con 50 intelectuales a favor y en contra.
Y es evidente que, después de leer la primera entrega, es lo primero que salta a la vista. Esta polémica es ya antigua, y se remonta, por poner una fecha, a 1981, con el primer manifiesto Por la igualdad de los derechos lingüísticos. Pero más antigua resulta todavía la mala fe para distorsionar el mensaje que esta polémica ha protagonizado desde entonces.
Nunca se ha manifestado nada contra el catalán u otros idiomas regionales; al contrario, en todos ellos, de manera directa o indirecta, se ha tenido la voluntad de manifestar apoyo y ayuda. En muchos casos, además, quienes los firmaban eran bilingües. Y también siempre, en cada uno de los manifiestos, se ha denunciado la intención del poder nacionalista de excluir a la lengua común española de las instituciones autonómicas. Y siempre, y en todos ellos, se ha centrado la denuncia sobre la merma de los derechos lingüísticos de los ciudadanos, no sobre el peligro de extinción del castellano.
Y si la cosa es tan evidente, ¿por qué aún hoy, personas ilustradas como un buen puñado de estos intelectuales siguen mostrando reticencias a este Manifiesto por la lengua común con la justificación central de que el castellano no está en peligro o que se ataca a las lenguas regionales?
Es evidente, porque desde el principio, el nacionalismo lingüístico había de ensuciar las justas reivindicaciones de los derechos democráticos de los ciudadanos para enmascarar las sucias intenciones de quienes han venido utilizando las lenguas regionales como coartada de construcción nacional. El historiador Fernando García de Cortázar, uno de los participantes en el debate, lo ha dicho claro y conciso: “El drama de España es que se ha hecho de las lenguas regionales la base objetiva de un principio de adquisición de ciudadanía, de delimitación de pertenencia a una comunidad y en consecuencia de exclusión”.
Esa evidencia, sin embargo, no delata a toda la sociedad de las comunidades bilingües, sólo a las élites nacionalistas que han venido utilizando las instituciones autonómicas, sus medios de comunicación y un ingente presupuesto público para transmitir esa distorsión a toda la sociedad española. El contexto histórico le ha ayudado muchísimo, porque después de la dictadura lingüística de Franco, cualquier arrope a las lenguas regionales era legítima a priori y, por el contrario, cualquier defensa de la lengua que el dictador mantuvo como única oficial, era sospechosa de retrógrada. Y ese contexto junto a las mezquinas políticas partidistas, más la incapacidad intelectual para pensar el tiempo histórico objetivamente sin el lastre de los complejos a ser tachados de carcas, han sido la causa de una atmósfera distorsionada que les lleva a afirmar a progres de profesión como Suso de Toro: “Pretenden (los del Manifiesto) eliminar las otras lenguas y para ello tenemos que desaparecer los hablantes (de las lenguas regionales). O a antifranquistas retroactivos, como el escritor José Manuel Caballero Bonald: “Lo siento, pero hay algo en todo eso que me recuerda aquellas indignas proclamas franquistas exigiendo a los catalanes, a los vascos, a los gallegos que hablaran la lengua del imperio”.
Puedo entender que ciudadanos sin relación con la política o el conocimiento ilustrado puedan estar intoxicados por la desinformación y deformación nacionalista, pero no es de recibo que personas informadas que se preocupan todos los días por la igualdad de género, la defensa de los animales o la libertad de expresión, sean incapaces de defender el derecho de cualquier padre para elegir la lengua vehicular en la que tienen que estudiar sus hijos que consideren oportuno, además de la lengua regional correspondiente si vive en comunidades bilingües.
Si este Manifiesto por la lengua común ha de ser criticado, ha de serlo por lo que dice, no por lo que se le supone que dice. Y aún menos por lo que los nacionalistas y allegados querrían que dijera para alimentar su victimismo e intoxicar la buena fe de los que tienen una inclinación permanente por los que pasan por débiles.
Aplicándome el cuento de la primera cita que iniciaba este artículo, es preciso comprender a una amplia parte de la ciudadanía de Cataluña y demás comunidades bilingües, su buena fe al creer que sólo si se discrimina a favor de los idiomas regionales, el recelo ante la lengua común será menor. Es una creencia muy extendida, y aunque objetivamente tal aptitud es una aliada natural de las políticas excluyentes de los nacionalistas, no participan de las intenciones torcidas y últimas de éstos. Incluso entre ellos, hay quien es consciente del uso, pero no considera que la fuerza del nacionalismo excluyente sea tan preocupante como el Manifiesto dice. Como el filósofo Víctor Gómez Pin: “¿Qué a algún gestor cultural le gustaría erradicar una de las dos lenguas? No lo dudo, pero en este asunto las intenciones cuentan menos que las relaciones de fuerzas”.
Sin lugar a dudas, de este primer tercio de intelectuales que han confrontado ideas, Félix de Azúa es quién con mayor conocimiento de causa sitúa el problema que plantea el Manifiesto.
Antonio Robles (03.07.08 – Libertad Digital)